martes, 5 de noviembre de 2013

CASA


Nosotras teníamos un departamento con tres habitaciones, una sala común, una cocina de uso frecuente (si pues, así es), lavandería y dos baños.

Decidimos vivir ahí y recolectamos lo poco que nos pertenecía de nuestras primeras casas (tres laptops, caballitos de mar disecados, un plato, un tenedor y varios ganchitos para tender la ropa).

Tu escogiste la habitación de la gran ventana para no quedarte dormida cuando tenías que escribir sobre los 250 mil años de aquel ilustre alguien o inventarle platos favoritos a Flaubert y sus amigos. De las tres, eras la menos ordenada y tu respiración y ritmo cardíaco andaban tranquilitos por la vida con tu cama eternamente destendida, mientras que yo podía dejar que la casa se incendie, pero jamás dejar de tender la mía. Ella venía siempre y traía comida para las tres. Era divertida, inteligente, ocurrente, se acoplaba fácilmente a nuestro sistema y varias veces nos salvó de la intromisión de los ladrones en la madrugada, porque siempre se acoradaba - a diferencia de ti - de echar llave. Te levantabas a las 4 de la mañana para pedirle el taxi que la llevaría de regreso a su casa y nosotras despertábamos también a esperar contigo la llamada que confirme que llegó bien y, cuando cada una regresaba a su espacio, te decíamos "que se quede, que se quede"

La habitación más grande fue para ti porque debías compartirla con el pequeño ..., cuya llegada al mundo fue un acontecimiento compartido de modo poco común por las tres. Tenías su cuna al costado de tu cama, una mesa donde le cambianas los pañales,un roperito para tu ropa y la suya,otra mesita de usos múltiples,un corralito lleno de juguetes y un equipo de sonido en el que ponías los los CD'S de Baby Mozart, Baby Bach, Baby Sabina y Baby Silvio (yo escogí el último), que compramos en cantidades industriales para el el niño. Nos habituamos a su horario: llanto entre las 11 de la noche y la 1 de la mañana, yo lo cargaba y bailábamos canciones de The Cure hasta que se durmiera. Tu habías empezado a darle plátano de la isla chancadito, purecito de manzana con canela y así la hora de su comida se convertía en un acontecimiento/sesión de fotos.

Yo me instalé en la habitación donde menos luz entraba. Saben que siempre me gustó la oscuridad porque que no hay cosa que me ponga de peor humor que el sol levántandome con su luz a las 7 de la mañana del sábado, aunque puedo hacer una excepción cuando ese mismo y jodido sol va descubriendo centímetro a centímetro - mientras amanece - un pensamiento feliz digerido por el sueño y convertido en recuerdo. No tengo muchas cosas. Una cama grande, una esquina de zapatos amontonados, una mesita de noche con una lámapara con un foco inútil, un pequeño sillón y una cómoda en la que guardaba las cosas más disímiles.

La sala común se había convertido en una biblioteca enorme con una solitaria mesa y algunos pálidos sillones modulares. Solo teníamos una TV, pero ese no era problema porque solo la usábamos por las mañanas para ver la hora. Las horas azules eran ley como los desayunos dominicales de nuestra improvisada familia.

jueves, 17 de febrero de 2011

AMÉRICA LATINA: Nosotros y nosotras

Diáfano y palpitante discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1982 del genial Gabriel García Márquez.


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Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

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Y complementando de modo casi perfecto: "Latinoamérica" de los geniales Calle 13.

http://www.youtube.com/watch?v=5H_8Pedi63M

miércoles, 26 de enero de 2011

jueves, 20 de enero de 2011

ARGUEDAS Y LO QUE IMPORTA



Jose María Arguedas hubiera cumplido 100 años el pasado 18 de enero y todo el mundo puso el hombro para celebrarlo.

Las actividades oficiales son las que, obviamente, captaron la expectativa de la prensa y el público; teniendo en cuenta que eran algo así como la prueba de fuego de nuestro novel Ministerio de Cultura. Todo quedó muy simpático, pero impostado. Fue como si, por la presión que se ejerció a raíz del no designamiento del 2011 como el año del Centenario del Nacimiento de José María Arguedas, se hubiera intentado parchar como fuera el tema (conocida es la ojeriza del APRA hacia el amauta y viceversa: recordemos que en El Sexto, se afirmara que "los apristas son la cacana del mundo").

No. Arguedas estuvo de pasadita y para tomarse la fotito en las actividades oficiales, sin embargo, se quedó festejando en la Plaza San Martín con el gentío que allí se reunió para celebrarlo. Escuchó a las bandas que se presentaban, vio a los danzantes y actores, se confundió con la gente. Arguedas estuvo allí, de verdad.

Es interesante como hay pesonajes que calan de un modo profundo en la conciencia y en el corazón de las personas. Eso me pasó a mi. Cuando Mario Vargas Llosa ganó el Nobel, sentí un casi imperceptible calorcito en el corazón. Claro, luego vinieron las ceremonias oficiales, los discursos acartonados y al carajo calorcito del corazón.

Con Arguedas todo tuvo una mística diferente. La gente celebraba como en el cumpleaños de un amigo o pariente y todo se cubría de un aire de especial intimidad con el autor de Los ríos profundos. Sobraban las muestras espontáneas de admiración y cariño.

Debo confesar que Arguedas nunca fue de mis favoritos y por eso fue mi sorpresa al descubrirme absolutamente conmovida y adrenalínica con tanto cariño, con tanta devoción arguediana. Es muy difícil lograr ese efecto en las personas y Arguedas lo hizo y con creces.

Disfruté enormemente el Centenario de Arguedas por lo que el siginifica para las personas. En Andahuaylas, los homenajes no se concretaron con la plata del gobierno regional o central: todo el mundo aportó, los comerciantes, campesinos, la asociación de mototaxistas de Andahuaylas, entre otros. Luis Rivas, maestro andahuaylino de Lengua y Literatura es el artífice de todas las celebraciones y el principal difusor de Arguedas en Andahuaylas. Fue el quien logró la implementación de la biblioteca de la Universidad Pública José María Arguedas, gracias a una gran cuyada en la que se vendieron más de 6 mil cuyes.

Por eventos e iniciativas como éstas, disfruté de manera tan pura a Arguedas. Disfruté de todo alrededor de él: en mi caso, la Plaza San Martín llena de gente, el centro volviendo a mí, la música y, sobre todo, la mano de mi invención cortazariana favorita.

Me quedo con las palabras del cumpleañero en el corazón: "Yo no soy un aculturado. Yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua".

miércoles, 16 de junio de 2010

:)

I DON'T SHINE IF YOU DON'T SHINE...

lunes, 14 de junio de 2010

Modus operandi

A mi todo me jode un poco,por eso nunca me aburro.

Siempre la paso bien. Me regocijo en el amor y el odio en la misma medida.

Camino, camino (sin respirar, chata)alargo mis pasos, no piso las líneas, miro la punta de mis zapatos (esto lo hago mucho). El piso de la La Colmena es el más bonito de Lima, subes y bajas, subes y bajas. Cuando camino sola siempre parezco furiosa, pero solo porque estoy asustada. Si alguien camina a mi lado nunca me adelanto y prefiero ir al compás /pie derecho e izquierdo a la vez/ siempre mirando la punta de mis zapatos y raramente a los ojos (eso me hace sentir peligrosa con pequeñas dosis de sociópata).

Hablo, hablo. Soy ocurrente, si. A veces digo cosas interesantes. Si dijera algo lindo y "poético", favor de atribuirle la gracia a mi consecuente Silvio. Pirateo.

Cuando escribo algo, pienso en Cortázar y si alguna vez a mi se me hubiera ocurrido algo así. Luego me molesto conmigo y no me esfuerzo más.

Cuando algo me duele, tomo una taza de café y espero que se me pase todo. Suele funcionar.

Lloro, lloro intermitente y en repetidas ocasiones (como cuando Sam dejó de ser Lucifer y recordó toda su vida con Dean). Eso suele incomodar a las personas.

Paralizo todo por un café y una conversa prometedora.

viernes, 28 de mayo de 2010

Las desventuras de San Martín

Hace unos meses la Municipalidad de Lima implementó una gran estructtura alrededor del monumento de San Martín y su caballo para que las personas pudieran ver de cerca y hasta tomarse fotos con el Libertador.

Mis amigas/os y yo caminábamos hacía la Plaza y nos llamó la atención semejante armatoste, por lo que decidimos subir y aliviar nuestra curiosidad. Hicimos cola alrededor de 15 minutos, subimos en fila india por una estrecha y tambaleante escalerilla, llegamos a la plataforma y vimos al generalísimo San Martín y su emperifollado caballo cubiertos de caca de paloma.